No ha sido fácil. Comenzar una nueva etapa de mi vida mucho más cansada que la anterior, que prácticamente consume mi tiempo entero, ha complicado un poco el hecho de poder seguir dignamente con mis proyectos ociosos (les digo así porque no me producen más que satisfacción personal). Sin embargo, he hecho un gran intento por mantener en pie tanto el blog (aunque no se note por la ausencia de la semana pasada), como los dos proyectos paralelos que llevo por el momento: el de toda la vida: Aries, y el que les he mencionado en la entrada pasada: Utopía.
Como dato curioso, admito que no son proyectos tan paralelos, pues como acostumbro, todas las historias que escribo, llegan a enlazarse en cierto punto a la historia principal: Aries, ¿Por qué? Simplemente porque ya cree un universo completo, o al menos voy haciéndolo, y no solamente una historia pasa en un mundo, sino que muchas convergen para llegar a un grandioso punto en el que se desaten los verdaderos sucesos importantes... simplificando, cualquier nimiedad que ocurra en el mundo es importante, ¿Ok? Además, cada historia va mostrando personajes o sucesos que luego desatan otros sucesos en otras historias (me fascina el efecto dominó).
Pues bien, dejando de llorar por la carencia de tiempo, comencemos de lleno con lo de hoy. Hoy tuve la alegría de dar final lo que podría venir a ser la primera "temporada" de Utopía (ya sé que no es el gran mérito, pues son capítulos de menos de 200 palabras), y descubrí un pequeño detalle: me quedé "picado", quería escribir más, y aunque tengo la séptima parte de Aries detenida justo en vísperas de su segunda parte (complicaciones que solamente yo entiendo...), decidí escribir hoy una pequeña historia a manera de entrada, entrando en la vida de uno de los personajes de Aries, específicamente una chica. Tal vez a algunos les canse ella, pero desde hace tiempo tenía planeada esta historia, así que pasan a molestar a su progenitora (¿Qué nos cuesta hablar con propiedad?). Se trata de una de las principales protagonistas, a pesar de su peculiar personalidad: Marian, el amor platónico de Falcon y de muchos otros. Espero que sea de su agrado.
Viendo Mi Silueta En la Ventana
Hacía poco que el cielo había detenido su estruendoso llanto, dejando una linda estela multicolor sobre su faz. Las gotas corrían libremente por el fino cristal de un ventanal sobre el techo, por donde los vencedores rayos de luz conseguían atravesar las nubes, y colarse hasta ese lecho donde descansaba, mirando uno de los más bellos milagros de la creación: la victoria sobre el caos, la luz después de la oscuridad, la calma que sobreviene a la tormenta.Sonreía, pendiente de todo detalle. Pequeñas figuras sobre las nubes la saludaban, invitándola a un reino donde los hogares no tenían paredes, y los límites eran un mito para que los pequeños se fueran a dormir; donde despertar en un sitio diferente al usual no era incorrecto, sino una bendición de la libertad que se otorgaba, de la seguridad de un mundo donde los sueños volaban a placer, y los soñadores disfrutaban eternamente de ese don tan mal visto para los seres con los pies sobre la tierra. Lo veía cada día, soleado o con tormenta: personas que no podían ver más allá del horizonte, que caminaban por un sendero recto en pos de más sendero, sin sed ni hambre, y con el mismo gesto burdo en el rostro. No sólo lo veía, sino que lo sentía a veces cerca, pues uno de tantos caminantes sin errar era su padre.
De nacimiento llamado Johannes, era un ser moldeado a placer por sus antepasados, creado para gobernar el emporio que su familia engendrara a base de esfuerzo y de seguir el camino recto. Sí, tenían dinero de sobra y posesiones excedidas, pero carecían de los bienes más básicos que requiere un humano: un lazo afectuoso con la familia, un par de palabras de aliento y la necesidad de verse al menos una vez por día. Triste, pero cierto, Marian no sentía gran aprecio por su padre, al que veía llegar a medianoche, mientras ella se perdía en un hermoso cielo estrellado. Se limitaba a entreabrir la puerta, saludar con la mano secamente, y continuar su andar como un muerto viviente hasta el lecho matrimonial, donde lo esperaba el aroma de una mujer que se fue, y un sinfín de recuerdos de lo que el trabajo le robó y ahora él pensaba ahogar en esa misma causa; un círculo vicioso que lo estaba destruyendo lentamente.
Además de él, se encontraba la pequeña Pam, su hermana menor. Una pequeña vivaz de grandes ojos y sonrisa picara, que pareciera haber sacado toda la energía que la misma Marian carecía. Corría de un lugar a otro de la casa, creando casitas con los cojines de la sala, pasteles gourmet con las sobras de la cena o un estruendoso mar de aventuras en la bañera. Gozaba de gran imaginación, seguramente lo único que compartían como familia. Más de un par de veces dejó a un lado su auto imagen de señorita de sociedad para sentarse en el suelo y jugar con ella como una niña más, ensuciándose con espagueti mohoso y pan duro para lograr que el pastel quedará erguido. No le gustaba admitirlo, pero eran los momentos más felices que tenía.
Sus salidas se limitaban a tirar la basura por las tardes y en acudir al viejo columpio del patio, el cual hiciera su padre cuando todavía tenía la costumbre de vivir. Ahí se mecía por horas, mirando a la gente pasar, riendo y disfrutando por encima de la baranda de su casa, su propia prisión personal donde nada pasaba, donde la seguridad era tanta que aburría, donde los sueños escapaban en soledad al mundo, deseando morir en ese instante. A veces, cuando miraba pasar muchas veces a la misma persona, solía imaginar su nombre, incluso su vida, basándose en lo que alcanzaba a ver. Había un chico de gorra; siempre pasaba por las tardes con una enorme caja blanca que le impedía ver el camino, el cual parecía ya saberse de memoria. Ella pensaba que en esa caja cargaba dulces, y que los llevaba a un orfanato donde muchos niños disfrutaban y eran felices por la buena acción. Otra mujer solía transitar dos o tres veces por semana, vestida elegantemente, con un paso apresurado y a la vez presumido. A ella le dio la imagen de una dama aristocrática caída en decadencia, que ahora se entrenaba para correr un maratón y recuperar algo del dinero que perdió apostando en los grandes casinos del primer mundo.
Así de absurdas eran sus ideas, pero también así de absurdo era su mundo.
Todo lo que tenía era ese mundo entre cuatro paredes, en el que ella y su pequeña hermana se iban volviendo locas lentamente. Ni siquiera los tutores privados que su padre contratara servían para calmar su sed de libertad. Ellos le hablaban de un mundo maravilloso, al cual podría acceder el día que estuviera preparada para afrontar los retos que le plantaran cara. Cada vez que venía el tema a colación, solía asentir molesta, pensando que tenía demasiado tiempo lista que comenzaba a olvidarlo, y que tanto entrenamiento solamente la podría convertir en una como ellos: una aburrida instructora para presos sin ilusiones. Le aterraba la idea.
Pero esa tarde tuvo un presentimiento, la tibia sensación de que las cosas serían diferentes. Su corazón estaba acelerado, como si le fueran a dar una gran noticia, y no dejaba de pararse de su cama y dar vueltas a la alcoba, intentando calmar su sentimiento de desesperación. La lluvia vino a distraerla un poco, chocando contra el hermoso ventanal de vidrio que su padre le instalara en el techo, luego de saber las horas que pasaba mirando el cielo bajo ese viejo columpio. Con él, podía observar cómodamente su espectáculo favorito: el amanecer, así como las nubes y estrellas, con sus formas caprichosas y tan dispares.
Algo cambiaría, lo sabía. La tormenta estaba avecinándose de nuevo, y las nubes oscuras fueron cubriendo con lentitud los rayos de sol que se creían triunfantes. Una tenue oscuridad invadió su habitación, y escuchó los gritos de Pam en la sala. Estaba a punto de ir a cuidarla, cuando un relámpago le mostró algo extraño. Luego de la fuerte luz, vino un momento de silencio, y la oscuridad fue casi completa, permitiendo a Marian verse a sí misma sobre el reflejo del cristal. Se olvidó de Pam, de la lluvia, de su presentimiento.
Había dejado de ser la niña encerrada, la que guardaba silencio ante las órdenes de un padre ausente, casi inexistente, y debía comportarse como tal. Seguir bajo el yugo del padre era un gusto propio que estaba a punto de dejar de darse, cansada de pensar que moriría sin ilusiones como su madre, de una enfermedad generada desde adentro, seguramente consecuencia de callar tantas inconformidades. Ese presentimiento no se cumpliría si no ayudaba a hacerlo, y algo era seguro: ese día ocurriría.
Esperó a su padre, y en cuento llegó, saludando con su fría costumbre, le mostró que ya era una mujer, y que no seguiría bajo su brazo.
«Viendo mi silueta en la ventana, comprendí que necesita dejar de ser tu niña, para comenzar a ser yo»