¡Hola! Luego de una semana y un día de ausencia, ha vuelto la historia del blog. Tuve algunos problemas para terminar este capítulo, puesto que iba a estar algo innecesariamente largo, por lo que apenas hoy, y aprovechando para publicarlo como entrada de lunes (sí, si los malditos burócratas encuentran un pretexto en el nacimiento del primer, único y último presidente indio de nuestra benemérita nación para no trabajar ¿Por qué yo no?). Sin mucho bombo y platillo, pero si algo de justificación barata, para variar, les presento el tercer capítulo de Claro de Luna, una historia sin un hilo argumental fuerte, escrita meramente para ser disfrutada y digerida por casi cualquier público (o eso creo yo, alguien sáqueme de mi error en caso contrario). Cabe destacar el hecho de que esta parte de la historia fue hecha especialmente para un fin algo macabro: una burla a mi manera para algunos videojuegos, en especial los de corte RPG. Sin más, espero que sea de su agrado.
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III: La Última Ilusión
El pequeño grupo de cuatro se conducía por el tenebroso terreno: una desierta llanura en la que ni la más ruda de las plantas podría florecer. El sol de mediodía azotaba sus rostros, sudados y llenos de pesadumbre y tierra por los combates pasados. La cabeza del grupo era un sujeto cubierto enteramente por una pesada túnica de tonos grises, que le cubría desde los pies hasta el rostro, distinguiéndose solamente las puntas de sus dedos sosteniendo un báculo finamente adornado con pedrería. A su lado iba lo que parecía ser un soldado, vestido completamente a la manera de los antiguos y honorables guerreros de un reino antiguo, con espada y escudo. Un poco detrás marchaba un mercenario, vestido con gruesos ropajes de piel y portando una polvosa pistola en la diestra, cubriendo su rostro del sol con un sombrero de ala ancha. Finalmente, al lado de éste venía un arquero de largos cabellos negros y vestiduras ligeras, cuya arma movía de un punto a otro, temeroso de un ataque sorpresa. Tenían horas vagando por ese paraje, luego de que recibieran indicaciones de un oráculo para marchar de su ciudad natal, Xartas, en búsqueda de un poderoso hechicero conocido como el “blanco”, que les daría indicaciones para cumplir su milenario destino. Pese a la emoción y al haber nacido para esa cruzada, estaban artos.
—¡Si vuelvo a ver a ese maldito oráculo, le partiré su ancestral cara en dos! — gritó el mercenario, disparando al cielo y pateando el suelo.
—Tranquilo, Paul, no creo que duremos mucho más en este desierto —lo calmó el encapuchado, poniendo su mano en el hombro de él.
—Wingen, eso dices tú porque esa capucha te cubre el sol. Yo me estoy asando vivo —se tiró al suelo, lanzando el sombrero lejos.
—Y si te quitas esa cosa, te vas a quemar peor —le advirtió el arquero, recogiéndolo y quitándole el polvo —. Según el mapa que nos dieron, estamos próximos a llegar a un pueblo.
—¿De verdad ustedes confían en el oráculo? He estado pensando en la posibilidad de que haya sido un engaño —el serio caballero rompió el silencio, clavando su espada en la árida tierra para descansar de su peso.
—No lo sé, pero no tenemos alternativa, así nos tocó vivir. No a cualquiera le dicen que está destinado a salvar al mundo —dijo, orgulloso, Wingen.
—Puede ser porque no a cualquiera lo encuentran vestido como un monje, a plena luz del día, y gratis —se burló el de largo cabello oscuro, al tiempo que intentaba ver algo en el horizonte que no fuera tierra.
—Falcon, tampoco es común encontrar chicos que parecen chicas, y que para colmo usan el cabello largo para ocultar sus enormes orejas —se vengó, liberando las carcajadas de los demás.
—Entiendo, entiendo —se limitó a decir el otro, suspirando —. Creo ver algo en la lejanía, como un pequeño poblado.
—Pues solamente lo sabremos si llegamos allá —sacando su arma del suelo, el caballero emprendió el camino, seguido de los demás.
Avanzaron por otro largo rato, hablando poco o nada para mantener la hidratación de sus gargantas en un nivel sano. Tal como Falcon dijo, un pequeño poblado se iba abriendo frente a ellos, mostrando una serie de pintorescas casitas de color café, bellamente adornadas por una que otra palmera y lo que parecía ser un pozo en el centro. Sus niveles de energía estaban bajos, y ese pequeño oasis era una clara salvación, o lo hubiera sido, de no haber sido por una pequeña intervención inesperada a sus espaldas. Escucharon una especie de cascos golpeando el suelo, seguidos de una carcajada, lo que les hizo volverse con sus respectivas armas en mano, para dar frente a una clara amenaza: un grupo de cinco jinetes, ataviados completamente en tonos oscuros, que reían a la vez de manera burlona. Sin hablar, los cuatro quedaron de acuerdo en dos cosas. La primera era que no estaban ahí por casualidad; y la segunda, que eran los villanos más clásicos que habían visto. Sin hablar, se lanzaron contra ellos haciendo gala de buena habilidad sobre sus equinos, siendo recibidos por flechas, balas y hechizos, mientras el noble caballero aprovechaba la distracción que causaban sus compañeros para blandir su espada contra uno de ellos, que cayó de bruces al suelo, sin poderse levantar. Esto provocó la ira del que iba al frente, seguramente el líder del grupo, que habló por primera vez.
—¡Maldito inepto! ¿Qué no puedes resistir un ataque tan simple? Debí haber conseguido mejores elementos.
—¿Quién rayos eres? ¿Por qué nos atacas? —Wingen intentó negociar con ellos, levantando su bastón en señal de paz.
—El hechicero negro, el amo y señor de esta tierra, para que no puedan llegar con su enemigo declarado, el hechicero “banco” —le respondió el jinete en tono ceremonial, pero algo pausado.
—¿No querrás decir “blanco”? —dijo Paul, intentando no reírse mientras hablaba.
—Lo que sea, el inepto que cree poder con mi señor, y que morirá antes de intentarlo —enfadado, arremetió contra el grupo nuevamente, seguido de sus acompañantes.
Repitieron el método defensivo, recibiendo esta vez un golpe el caballero al intentar derribar al líder, pero recuperándose al instante y atacando de nuevo, quedando prendado del caballo y forcejeando con su jinete, cayendo ambos sobre la tierra, sin poder moverse del cansancio. El resto siguió combatiendo, dejándolos a ambos a su suerte, intentando levantarse para tomar ventaja del otro. El jinete tomó la delantera, sacando su espada para asestar un golpe mortal, pero para ese entonces ya el caballero se encontraba erguido, avanzando con fiereza contra él. El empuje obtenido por la carrera le dio una ventaja, y logró desarmar al enemigo, tirándolo de nueva cuenta al piso y amenazando su yugular con el filo de la espada. Tal maniobra detuvo la batalla entre los bandos, e hizo que la atención se centrara en la conversación que los dos mantenían en esa amenazante posición.
—¿Qué interés tiene el hechicero negro en este mundo? —le acercaba el sable mientras hablaba, pero no mostraba emoción alguna.
—Es el ser más poderoso de este mundo, y reclama su gobierno y la muerte del único capaz de detenerlo, el hechicero blanco —su voz temblaba ante la inminente muerte.
—¿Dónde podemos encontrarlo? —puso el pie sobre su pecho, impidiéndole respirar cómodamente.
—Si los quiere ver, él los encontrará a ustedes… así es de poderoso —las ideas ya no transitaban con claridad en su cabeza.
—No le serviste a él, y no nos sirves a nosotros —ultimó el guerrero, al tiempo que lo pateaba y dejaba ahí, marchándose a donde sus compañeros para proseguir el viaje.
El arquero, el hechicero y el mercenario lo felicitaron por su valor, y pusieron camino al pueblo ya cercano, mientras el trío de jinetes ayudaba a su líder a incorporarse. No temían ser alcanzados, luego de haber demostrado su superioridad y la nula capacidad de ellos para defenderse. En el poblado estarían a salvo, podrían recargar energías y obtener noticias para llegar ante el hechicero blanco, quien probablemente les daría noticias sobre ese enemigo que se acababa de alzar en su contra y la del mundo: el hechicero negro. El pequeño lugar decía en la entrada “Lunertes” en un tablón de madera, y no pasaba de ser una decena de construcciones alrededor del ya vislumbrado pozo, con caminos de terracería y escasa flora, pero suficiente para dar sombra a un cuarteto de cansados viajeros. Asaltaron el pozo con salvajismo, peleando entre ellos para tomar la cubeta donde subía el vital líquido, llamando la atención de los lugareños, que los rodearon el poco tiempo, temerosos de una horda de bárbaros. El caballero se vio en la necesidad de dejar de forcejear un momento para excusarse él y a sus compañeros, esperando ser bien recibidos por un par de días.
—Somos un grupo de viajeros, hambrientos y cansados, que olvidaron sus modales por los días en el desierto —tragó saliva, saboreándose el agua que pasaba por su seco organismo —. Esperamos no haber causado demasiado alboroto, normalmente no somos así, pero las exigencias del viaje son…
—¡Ya cállate, Riddick! Deben de saber quienes somos —Paul, ya satisfecho, fue a “ayudarlo” a su manera —. Un grupo de cuatro chicos, enviados del oráculo de Xartas en busca del hechicero blanco.
El silencio fue suficiente para comprender su negativa, por lo que el mercenario dejó la pose de héroe para ceder la palabra a su compañero, que hacía mejor las labores de embajador. Respondió un par de preguntas de los lugareños acerca de su origen, del supuesto oráculo que los envió y del hechicero blanco, al que conocían como un legendario personaje, anterior a la creación del pueblo mismo. Un joven saltó de entre la multitud, quedando enfrente del caballero, encarándolo como si se tratara de un criminal.
—¿Cómo podemos confiar en ustedes? ¿Serían capaces de ayudar a este pueblo si sufriera un ataque durante su estadía? Otros personajes lo han hecho, y otros nos atacan diciendo ser héroes, ¿De qué manera se harán merecedores de nuestra confianza?
—No tengo una manera de demostrarlo, pero tenga por seguro que pagaremos nuestra estadía, traemos dinero con nosotros —sacó un pequeño saco de terciopelo azul, con un puñado de monedas doradas que les otorgara el oráculo para su viaje.
—Eso no será suficiente para pagar, pero tienen la intención de pagar, así que supongo que tengo un lugar en mi posada para ustedes, por lo menos esta noche —dijo, satisfecho, el joven, guiándolos a seguirlo a una de las chozas del lugar.
El lugar era cómodo, y alquilaron una habitación para descansar del viaje, encontrando en el posadero a un buen amigo, que les contó en el mostrador del pequeño Lunertes, fundado por él mismo tiempo atrás, a manera de paso para que los viajeros le dieran su dinero a cambio de un lugar donde reposar, pero luego de enterarse los forasteros, comenzaron a atacarlo frecuentemente, dejando al sitio sin provisiones para sobrevivir el largo y extenuante verano. Por ello habían dejado de tener fe en los viajeros, pero seguían necesitando de sus visitas para sobrevivir. El grupo estaba aburrido con su relato, pero tuvieron que escucharlo de cabo a rabo, puesto que no les entregó las llaves de la habitación hasta que hubo concluido. Una vez con ella, corrieron a encerrarse a descansar.
El caballero se deshizo de la armadura, que ya había dejado huella en su cuerpo. El hechicero se quitó la capucha, ya con el rostro sudado en exceso por tenerla puesta, y puso su bastón sobre la puerta para evitar que el posadero entrara a seguir hablando. El arquero dejó sus posesiones en el piso, arto de cargarlas, tal como el mercenario de su sombrero y pistola. Hasta entonces cayeron en un curioso pensamiento, viéndose los cuatro en un mismo cuarto, uno que precisamente constaba solamente de dos camas.
—¿Por qué un lugar tan concurrido tiene un hotel solamente con una habitación, que para colmo, es pequeña? —Paul no daba crédito.
—Yo que sé, así era también en los demás pueblos que hemos visitado. Supongo que es la moda —Falcon intentó calmarlo, mientras elegía el lado de la cama que más le gustaba.
Resignados, se recostaron de dos por cama, teniendo un descanso reparador que pareció transcurrir en pocos segundos. Cuando abrieron los ojos, era ya mediodía, la puerta de su habitación se encontraba abierta y el posadero los miraba con una enorme sonrisa. Casi saltaron de la cama con semejante primera visión, buscando lo más rápido posible sus armas y vestiduras, temiendo una traición del bizarro personaje. En lugar de ello, el hombre aguardó pacientemente a que se prepararan (pese a que lo hicieron endemoniadamente rápido), para luego decir el motivo de su visita matutina.
—Estuve pensando anoche sobre su aparición en este pueblo y en mi hotel, y he decidido que no les cobraré su estadía —. El grupo estaba por celebrar, cuando los detuvo con una mano y terminó de hablar —, si me permiten acompañarlos.
—Pero… ¿Para qué? —Paul no ocultaba su enfado nada más de pensarlo.
—Necesito ir a la ciudad de Abdulá por provisiones, y con el dinero que cargó a cuestas, es muy probable que sea asaltado en el camino. Pero no pasará si voy acompañado por un grupo de guerreros.
—Es lo menos que podemos hacer por habernos dejado estar aquí —tuvo que admitir Falcon.
—No tenemos alternativa, ¡Pero nos tiene que dar desayuno! —se resignó el mercenario, colocándose su sombrero de ala ancha.
Luego de un balanceado alimento, salieron de la posada y se encontraron con que el viaje no sería en pie. Frente a la posada se encontraba una carreta techada, jalada por un par de caballos enfadados, tal como los de los malvados jinetes que los recibieran en la entrada de Lunertes. Antes de que comenzaran a formularse hipótesis sobre su origen, el mercader aclaró que su posesión era debido a que un forajido llegó una vez con ellos a manera de pago, alegando habérselos quitado a un grupo de mediocres que intentaron detenerlo en su camino al poblado. Aliviados, subieron al transporte, dejando a Wingen adelante al lado del posadero, que tomó las riendas del vehículo y emprendió el camino, confiado de tenerlos, hacia el siguiente poblado.
Durante el trayecto, fue hablando de lo seguro que se sentía con ellos, de lo maravilloso que era ser un guerrero, y de lo mejor que pudiera ser la oportunidad de salvar al mundo, de ser visto por un oráculo para realizar algo grande en ese mundo inestable donde vivían. Su conocimiento de las funciones de los seres mitológicos fue otro motivo de duda para el grupo, que cada vez perdía más la confianza en su nuevo compañero, cuyo nombre se negaba a dar con cualquier excusa. Por eso, Wingen cuidaba que no saliera un peligro en el camino, y Falcon no dejaba de apuntar al chofer con su arco, como precaución. Desgraciadamente, por venir cuidándolo, descuidaron la retaguardia, y un grupo de jinetes les sorprendió de pronto, rasgando la carreta con sus espadas y liberando a los caballos. Wingen, Falcon y Paul intentaron hacer algo para detenerlos, logrando solamente que retrocedieran ya cuando los caballos habían emprendido la huida. El grupo de jinetes se posicionó frente a ellos, riendo nuevamente con sorna. Los cuatro guerreros se colocaron frente al mercader, que temblaba de miedo y se apretaba los bolsillos llenos de dinero duramente. El combate inició, y los disparos a distancia marcaron una diferencia importante, capaz de mermar al enemigo, que perdió a sus bestias de carga en poco tiempo y se vieron en la necesidad de enfrentarse a pie con aquellos a los que no se podían acercar. Solamente Riddick les hizo frente con su espada y escudo, derribándolos con suma facilidad y obligándolos a huir despavoridamente en la misma dirección de sus caballos. Los cuatro celebraban su victoria, ignorando por completo al molesto mercader que se sentía parte de ellos pese a no hacer nada, cuando descubrieron algo peor que los jinetes.
Frente a ellos se encontraba alguien, que a pesar de no haber visto nunca, supieron claramente su identidad. Vestido con una túnica oscura de cuerpo completo en tonos oscuros, destacando solamente una varita plateada en su mano derecha, no podía ser otro que el temido hechicero negro, el supuesto cabecilla de los jinetes y responsable del mal en esa tierra. Emprendiendo de nuevo la pose de batalla, los cuatro se lanzaron contra él, siendo recibidos por una muralla de fuego que los hizo devolverse, corriendo en círculos para deshacerse de las llamas que consumían sus cuerpos. Comprendieron que la racha de facilidades se había terminado, y que sería el mayor reto al que se enfrentarían jamás. Tomando de nuevo sus armas, apuntaron y decidieron esforzarse como nunca. Falcon tensó tres flechas juntas en su arco, al tiempo que Wingen levantaba una nube de polvo para invocar una llamarada de fuego que lanzaría; por su parte, Paul sacó otra pistola de su pantalón, y apuntó ambas al enemigo. Riddick aguardaba al ataque de sus compañeros para lanzarse luego él. Transcurrió un segundo en silencio, en el que oraron por salir victoriosos a su oráculo, y luego se desató su ira. El hechicero negro permaneció inerte todo ese tiempo, aguardando con las manos bajas y la varita apuntando al suelo, pero justo cuando vio la ola de ataques venir, levanto la diestra y recitó un conjuro en una lengua antigua, salvándose de una muerte segura, pero no del caballero que venía detrás con su espada en alto. Lo detuvo con la otra mano, causando una especie de fuerza expulsora que pugnaba por devolver a Riddick a su sitio, pero éste se resistía a ser empujado, entonces vieron un brillo inusual en su sable, y la fuerza del hechicero desapareció mágicamente, dejando que le asestara una estocada en el pecho, que rasgó su túnica. Felices, no podían dar crédito a lo que ocurría, cuando vieron detrás de ellos a una figura idéntica a la del hechicero negro, pero cuyos colores eran todos claros, y la varita negra. Él había sido el responsable de que Riddick acertara su ataque, y no podía ser otro que el responsable de su búsqueda, el mítico hechicero blanco.
—Señor, llevamos tiempo buscándolo —pese a la situación, Falcon intentó presentarse —. Somos los cuatro elegidos del oráculo de Xartas, y estamos para servirle.
—Yo los iba a encontrar, cuando yo deseara ver —dijo éste con un tono ceremonial —. Necesitaban primero fortalecerse como grupo y como personas, conocer el peligro que representaba el hechicero negro, y hacerlo aparecer, para que yo pudiera destruirlo.
—Ambos sabemos que eres más débil que yo —dijo el hechicero negro, riéndose secamente.
—Puede ser, pero tengo a mis cuatro elegidos conmigo, y nada podrá detenernos ahora de destruirte —levantando su varita, hizo que las armas de los cuatro guerreros resplandecieran.
Les dio la confianza para emprender un nuevo ataque, que resultó ser mucho más eficaz que el anterior. Esta vez los ataques no podían ser evitados por la magia de la varita blanca, y más de una vez los golpes acertaron en el oscuro cuerpo del hechicero, que seguía representando una fuerte amenaza con sus poderosos golpes de elementos. Se encontraba casi derrotado, pero permanecía como el más fuerte contrincante, utilizando todos sus artífices para no dejarse caer. Llegó un momento en el que ya no pudo más, y cayó al suelo, todavía sin entregarse a la derrota, como lo demostraba su mirada. El caballero estaba por asestar su golpe final, cuando fue golpeado por una flecha de misterioso proceder en el brazo, y tuvo que retroceder, dejando su espada en el camino. Sus compañeros lo rodearon, alcanzando a divisar, unos cuantos metros atrás, tres siluetas ante el ocaso. Conforme se fueron acercando, sus identidades fueron reveladas. Una de ellas era una arquera, de fino semblante y belleza radiante, cuyo cabello oscuro se encontraba recogido en una larga trenza que recorría enteramente su espalda, vistiendo solamente un corto vestido que, contra la lógica, ni el viento provocaba que dejara de cubrir las partes debidas. La otra era una guerrera con una armadura ligera, que dicho sea de paso, se asemejaba más a un traje de baño de metal que a una herramienta de defensa. Su cabello rubio caía graciosamente sobre la carcasa de acero, y empuñaba una espada con singular fiereza. La última era una hechicera india, de rasgos étnicos y cabello recogido, usando un vestido de piel de algún animal pintada de diversos colores. Hermosas las tres, pero definitivamente no eran refuerzos. Emprendieron la carrera hasta el hechicero negro, al que rodearon como protección. Éste se incorporó y rió cínicamente, usando su varita para fortalecer a sus nuevos refuerzos, al tiempo que veían llegar a lo lejos a los cuatro jinetes que enfrentaran anteriormente. Ahora se encontraban en total desventaja, pensando incluso en la rendición como alternativa para no morir.
—No hemos llegado tan lejos para dejarnos vencer —declaró Wingen, empuñando su bastón —. El oráculo nos eligió para este destino, y lo cumpliremos al pie de la letra.
—Tienes razón, estamos destinados a la grandeza —se exaltó Paul, sacando sus armas de fuego.
—Vamos a patearlos donde más les duela —confió Falcon, apuntándolos con su arco.
Los tres fueron al encuentro con el enemigo, mientras Riddick permanecía inmóvil, incapaz de apoyarlos sin su diestra. El hechicero blanco se le acercó, y realizó un conjuro inteligible que hizo brotar luz de su varita, cegándolos a todos. Cuando se disipó el brillo, el caballero pudo comprobar que se encontraba sano, y que su espada volvía a destellar con singular poder. Agradecido, fue a apoyar a sus amigos y al destino que les aguardaba, a pesar del grupo de jinetes y de las jóvenes guerreras, ante la mirada complacida de su mayor aliado. Pasaron los minutos en una feroz confrontación, donde a partes iguales quedaban heridos los guerreros blancos que los negros. Falcon había logrado apartarse con la hechicera india, y se encontraba peleando cuerpo a cuerpo, utilizando sus flechas como dagas y proyectiles a la vez. Por su parte, Riddick se hacía cargo de dos jinetes al mismo tiempo, apoyado por Wingen, que dividía su atención entre eso y los otros dos. Paul guerreaba con la arquera y la guerrera, criticando cada que podía su manera de atacar y falta de feminidad, argumentando que no eran más que productos de mercancía barata para atraer a las chicas a participar en enseres masculinos.
—Esos ni siquiera son golpes —se mofaba una y otra vez, de ambas a partes iguales —. En lugar de arco, deberías traer un espejo. No sabes de lo que se trata esto. ¿En verdad puedes correr con tacones?
—¡Cállate! ¡Cállate, maldito engreído! —chillaba la arquera, mientras lanzaba a diestra y siniestra sus armas contra él.
Llegó un momento en que la ventaja numérica se hizo notar, y lograron derribar, uno por uno, al grupo. Los hicieron reunirse en un círculo que rodearon, y riendo los apuntaron con sus armas, listos para el golpe final. Por su mente pasaban ideas y formas de zafarse rápidamente, pero ninguna posible. Paul solamente fue capaz de pensar en voz alta —eso nos pasa por hacerle caso al destino —, antes de escuchar un fuerte golpe. Se trataba de una distracción lejana, que atrajo las miradas de sus enemigos y las suyas hacía un grupo lejano, que avanzaba a paso veloz por una ladera gritando como locos. Al frente alcanzaron a ver a un payaso, y tras él un grupo de fenómenos de circo, montados en animales disfrazados y realizando toda clase de locuras, desde ir parados sobre las manos en un caballo, hasta tocar en la trompeta una canción circense conforme se acercaban. Wingen y compañía tuvieron más miedo que antes, hasta que vieron que estaban ahí para ayudarlos, atacando a quienes los tenían rodeados con una serie de armas cómicas. El payaso fue a su encuentro, y les extendió la mano como saludo.
—Muchas gracias por la ayuda, amigo —Falcon intentó ser amable.
—He sido convocado también por el oráculo de Xartas —a pesar de su aspecto sandunguero, hablaba cortésmente —. He viajado por el mundo con mi circo móvil para buscarlos y cumplir nuestro destino.
—Pues henos aquí, con destino y todo —se burló Paul, tomando las armas para apoyar a los fenómenos en su batalla.
La pelea se tornó en un caos, y pronto sucumbieron los elementos del hechicero negro en manos de la multitud. Los jinetes huyeron despavoridos, y las mujeres fueron apresadas por un grupo de payasos obesos. Solamente quedaba el líder, al que encararon solamente los cinco. Estaban por atacarlo, cuando escucharon por primera vez hablar a su mortal enemigo.
—Está bien, me rindo —su voz no era para nada oscura, sino más bien jovial. El hechicero blanco fue hasta él, estrechando su mano y aceptando su derrota, ante la mirada sorprendida de todos los presentes, incluyendo a las chicas.
—Rendición aceptada, amigo mío. Ahora a pagar tu deuda —escucharon un dejo de comicidad en su voz, provocando todavía más curiosidad.
—Lo acepto: tú eres el mejor personaje de este mundo. Yo me retiro —dijo solemnemente el vencido, antes de desvanecerse en el aire.
—Era todo lo que tenía que escuchar —al igual, se desvaneció ante ya un escenario sembrado en la duda.
—Estoy arto de esto, me siento utilizado —Paul lanzó sus armas al suelo, y se desvaneció también.
—Supongo que cumplimos nuestro destino... cualquiera que haya sido —Falcon lo imitó, borrándose del campo en un respiro.
—Suficiente tiempo de diversión —Wingen, con una enorme sonrisa, se despidió de los presentes mientras se transparentaba su cuerpo.
—Ni hablar, así nos tocó jugar —Riddick habló para sí mismo, borrándose.
—Estos chicos, luego dicen que nosotros somos los extraños —rió el payaso, causando la burla general de su gente —. Bueno señores, fue un placer trabajar con ustedes, espero encontrarlos pronto —. Realizó una maroma en reversa, mientras desaparecería.
—Espero que nadie se entere de esto —habló la arquera, liberándose de los brazos del comediante obeso —. Me largo para no volver —. En un respingo, se fue.
—Definitivamente, Lizzie no sabe divertirse cuando pierde —dijo la hechicera india a la chica restante.
—Lo sé, Shadow. Yo sabía que nos vencerían. Nunca jugamos a estas cosas —la guerrera se sentó a recuperar energías en el suelo.
—Cuando Albert nos pidió de favor ayudarlo a vencer a Ferret en la apuesta de este mugroso juego en línea, yo no pensé que estarían metidos tantos de nuestros compañeros en medio —admitió, cansada, la chica.
—Como sea, ya me duelen los ojos de estar frente a la computadora, ¿Te parece si hablamos mañana en la escuela?
—Está bien —Con un guiño mutuo, las chica se desvanecieron.
Cada uno en sus hogares apagó su equipo de cómputo, cansados de haber metido tanto tiempo en una apuesta que Falcon y sus amigos desconocían, pues solamente Albert había dicho a sus elementos la verdad: él y Ferret, asiduos jugadores de La Última Ilusión, un famoso videojuego, habían realizado una apuesta para decidir quién era el mejor jugador. Pelearían en una guerra, donde ninguno podía atacar al otro, utilizando a otros jugadores para vencer al contrario. Pese a hacer trampa, el moreno fue vencido, por lo que tuvo que retirarse del juego. Con lo que no contaba, es que luego de esa aventura, todos lo harían, artos de invertir su tiempo en un mundo donde imitaban héroes y leyendas, desgastándose para salvar lo inexistente.