—Mira hijo, el Santa Claus te trajo el nuevo super héroe con 527 funciones.
—¡Pero papá! ¡Yo quería el que tenía 528 funciones y media! ¡Este no me gusta!
(Léase seguido de una pataleta tremenda, un niño frustrado y un padre al borde de las lágrimas, conmovido entre la decepción y el coraje).
A pesar de que había prometido no volver a meterme con la santificación de estas próximas fiestas, veo que no puedo, sencillamente es mi manera de ser: ver las cosas desde un punto más subjetivo y menos engarrotado por los medios que mueven a las masas (o esa es mi manera de ver las cosas, da lo mismo). Hoy no quiero enojarme con los que se pasan con la comida, ya lo hice anteriormente lo suficiente. En esta ocasión dedicaré la entrada a una situación que, en lo personal, es el motivo que evoca en mí una profunda tristeza, y un deseo de que, por una parte, quienquiera que haya inventado que el nacimiento de Jesucristo se celebraría como un festín y una feria de consumo, jamás hubiera nacido. Tengo pensado, y sin más preámbulos, hablar de la otra cara de la navidad, la que esta lejos de las lucecitas brillantes de colores y los cientos de regalos sobre caros arbolitos que no simbolizan nada (quien me diga que es el espíritu de la navidad es más ingenuo de lo que piensa). Supongo que algunos se preguntarán: ¿Y qué cara es esa? ¡Ah! Es que no todos hemos nacido en un hogar donde los obsequios abundan y la familia se reúne en torno a la medianoche para destaparlos, felices y unidos más que el año anterior (Qué tierno comercial, ¿No?). ¡No, niño rico! hay hogares donde las cosas son muy diferentes...
Debo aclarar que ese no es mi caso, todavía no ha llegado el día en que me dedique a jugar al Gary Stu, pero es una situación que no puede pasarme por alto, no me pregunten una razón concisa. Pero, sobretodo en nuestro país, hay hogares en los que la noche buena no es sino otra de tantas noches, en las que se cena si se hay comida en la alacena, o el hogar se calienta si hubo presupuesto para hacerlo, ¡Y qué pensar de los regalos! Hay niños que sueñan con ese juguete que una centena rechazó en la tienda, que terminara sucio y roto en un escaparate de remate, pero nunca por sus manos. Es una cara triste y fatalista, que ya sé que todos conocemos y que a veces intentamos cambiar, ya sea donando un juguete usado o nuevo en algún centro de acopio, dando alimentos de la canasta básica o "el cambio" de las compras al niño tembloroso que extiende su mano en las calles, pero eso es lo que hacemos todo el tiempo, nada más para controlar la consciencia, pues llegando a la casa queremos que el mundo entero sea nuestro, y no nos conformamos con lo que tenemos, alimentando un hambre vana de objetos inútiles que consideramos vitales. ¿Cómo que el vecino tiene un estéreo mejor que el mío? ¿Ya viste el automóvil que tiene tal o cual persona? ¡Pero si nuestra cena tiene que ser la mejor del mundo! Siendo personas supuestamente racionales, que obtenemos el dinero con el sudor de nuestra frente, enloquecemos ante lo que nos bombardea en la época, y caemos en un principio básico de los animales: el acaparamiento. ¿Por qué? ¿Para qué? Sinceramente no me lo explico, nada más vean a un perro al momento en que recibe el alimento: ¿Le daría a un cachorrito desconocido de su plato lleno? Ni pensarlo. Así nacemos.
Pero eso no es lo más triste. Los pequeños nacidos en un ambiente que consideran normal, en el que el frío no pega y el alimento aparece como por arte de magia en la cocina, crecen con una idea aferrada de consumismo que no son capaces de controlar de adultos. Más de una vez en estos días me he encontrado con el paisaje que plantee al inicio. Los padres parecen esclavos de los pequeños caprichosos, que anhelan ese juguete que todos tienen, o en su defecto, el que sea mejor que el de sus compañeritos de escuela. Son simplemente el fruto de lo que ven a su alrededor, y seguramente no solamente eso, sino que se esfuerzan en remarcar la superioridad basada en objetos, humillando a aquellos que no tengan el objeto de moda, ya sea por anticuados, o nada más por pobres. Posiblemente sin pensarlo (¡Cuándo!), pero estamos alimentando un monstruo que después no podremos controlar. Ese pequeño con el juguete actual de cada año se convertirá en algo incontrolable, sin un mínimo sentido de humanidad.
No digo que no compren lo que quieren, tampoco que donen todo su dinero a la caridad y sigan el camino del bien con el mínimo necesario (¡Cómo si fuéramos a hacerlo! Me incluyo en la negativa). Como en todo, hay un control sobre las cosas, un autocontrol, que no solamente nos detenga al momento de despilfarrar el aguinaldo en una tontería, sino que ayude a crear en los que influenciamos una cultura de compartir (lo digo por los que tienen la dicha de ser padres/hermanos/amigos/etcétera). Te aseguro que será mucho más reconfortante la sonrisa de un niño al recibir su primer y único regalo de la temporada (algo mucho más sencillo de lo que tú nunca quisiste), que el comprar ese algo multiusos sin el que tú seguramente piensas que no podrás vivir, y del que ya tienes los tres últimos modelos arrumbados en el closet.
Debo admitir que esta navidad he andado algo deprimido, no podría adjudicarlo a una situación en especial. Siento que muchas cosas que antes eran lindas se están yendo al caño, y que no importa nada en el mundo más que lo superficial, lo que unos quieren se convierte en una ley que siguen las masas ciegamente. Es algo que tiene tiempo, pero que en navidad se nota en extremo, a la luz de los arbolitos con los que tanto nos ilusionamos de pequeños, que nos hacían desear con ahínco que llegara la medianoche del 24 de Diciembre, para pensar que un viejo gordo entraría furtivamente por nuestro hogar (no todos tenemos una chimenea) y nos dejaría el regalo por el que nos portamos bien los últimos quince días del mes, porque decir que todo el año sería una mentira. Nos convertimos en una sociedad presa del consumismo, nada pudimos hacer para evitarlo, pero sí mucho para revertirlo. Eso me lleva a preguntar: ¿Alguna vez has sentido el maravilloso placer de regalar algo de corazón? Esa emoción al ver a alguien destapando el regalo que preparamos con tanto esmero, y la cara triunfal cuando sonríe y te da un gran abrazo. Pienso que no existe mejor regalo que ese, y que deberíamos, mínimo una vez por año, intentarlo con esa persona que menos lo espere de ti. No te tragues el cuento que te venden las empresas (eso de su supuesta "magia de la navidad"), crea tu propio concepto de ella. Experiméntala y disfrútala. Confía en mí, jamás lo olvidarás.
Espero que disfruten estas fiestas de verdad, fuera de lo superficial, que sientan en sus corazones la razón por la que un día Jesucristo decidió descender de los cielos y compartir sus enseñanzas con nosotros. Más que una rica cena y que les traigan lo que quieren, les deseó paz y felicidad, las únicas dos cosas a las que no se les puede poner un precio. Cuídense, y descubran su propia magia de la navidad.
PD: Lunaeclarum, por una sociedad fuera del consumismo.