viernes, 21 de enero de 2011

Nostalgia Cap. 14

XIV: Esclavos De Su Propia Ilusión.
¿Qué podía mantener a un joven atado en el tiempo? Para muchos que viven sumidos en los mejores días de su robada juventud, esa sensación de haber sido feliz alguna vez los convierte en esclavos de su propia ilusión. Así se encontraban muchos, pero cada uno a su personal manera: tristeza, felicidad, un dejo de nostalgia entre los dedos. Nadie igual que otro.
En esa precaria situación estaba Riddick. No encontraba un motivo para ver un nuevo amanecer en la actual situación. La escuela era una obligación casi esclavizadora; los compañeros de ésta, una soberana decepción. Porque, para aquellos que han experimentado la verdadera amistad, no pueden conformarse con las migajas de la juventud de moda, tan superficial.
Mirando hacía el techo de su habitación, recorría con la mirada de nuevo los pasajes olvidados, tratando de evocar los más preciados momentos de entre lo demás. Afuera, la lluvia le impedía salir corriendo, buscar a los que fueron sus amigos, y recuperar pedacitos de lo que fue la gloria.
—¿Como dejar atrás todos esos recuerdos? —se decía a sí mismo, cuando escuchó que alguien tocaba con perturbadora insistencia la puerta, al grado de llegar a irritar.
Cuál no sería su sorpresa, al encontrar del otro lado de ésta, al que menos esperaba ver. Guardaba la secreta intención de ver a Wingen, a Paul, incluso a Falcon, pero jamás a Albert, que mojado le pidió permiso para pasar, pues el agua arruinaba su complicado peinado.
—¿Qué te ha traído para acá? —le dijo, no obstante confuso.
—No lo sé, solo me dieron ganas de venir a visitarte —le dijo Albert con una enorme sonrisa.
Albert tenía la gracia de desconcertar hasta a sus padres. Un día era el mejor amigo, y al siguiente podía ser una espina en el zapato. No lo había vuelto a ver desde que amenazó con irse del país para no volver, y regresó quince días después, con un semblante de grandeza formidable. Llegó a ser la persona más relevante dentro de la escuela.
Lo pasó a la humilde sala, y le ofreció sentarse. No había nadie más en la casa, y el eco de sus pasos se escuchaba hasta el último rincón. Riddick fue por una jarra con agua de frutas, y Albert rompió el incomodo silencio.
—La verdad, tenía ganas de saber de ustedes, ya que son tan maleducados que no vuelven a dirigir la palabra a sus antiguos camaradas de batalla.
—No es mi intención, es solo que la escuela me consume, tú has de saber —en realidad, a Riddick le importaba un rábano lo que fuera de la vida de él y de algunos más. A pesar de ello, le alegraba de alguna manera tener con quien hablar.
—El otro día fuimos unos cuantos a la tumba de Vivas. Pensé en invitarlos, pero Lizzie dijo que si ustedes querían irían por su propia cuenta, pues ya hace dos años de su fallecimiento.
Riddick recordó al desordenado occiso, y sintió un nudo en la garganta. No era de su completo agrado tampoco, pero nadie lo era en realidad.
—La verdad, ya ni me acordaba de él…
—De verdad que hay muchos que no tienen sentimientos, mira que olvidarse de tus viejos amigos, de los momentos más bellos de su vida, y seguir como si nada —dijo antes de beber un largo trago del jugo que se le ofreció, luego prosiguió—. Yo sigo viendo a muchos de nuestros amigos, y me siento feliz de hacer un esfuerzo por seguir unidos.
La charla se convirtió en una riña, que concluyó con un Albert molesto, que no entendía lo hueco de los comentarios del tímido Riddick. Éste, por su parte, no era capaz de demostrar lo mucho que extrañaba el pasado, y esa era su clásica defensa contra aquello que no conseguía controlar.
En medio de la lluvia, Albert se marchó, no sin ultimar su discurso.
—Si cambias de parecer, sabes donde vivo, tal vez podamos ir a alguna parte.
Riddick asintió secamente, cerrando la puerta. Es tremendamente duro mantener una manera de ser cuando en realidad no se es así. A eso son guiados muchos por timidez.
En una cafetería cercana, Albert se resguardaba de la lluvia, bebiendo de un aromatizante capuchino y mirando pasar presurosos a los mojados transeúntes a través de la ventana, cuando vio entrar al mismo establecimiento a un viejo conocido. Con un ademán de bienvenida llamó su atención para que se acercara.
—¡Carden! Viejo amigo, siéntate, deja te invito una bebida.
—Muchas gracias, viejo, si vieras que gusto me da verte.
Dialogaron por varias horas, hasta que la noche dio con ellos, y la lluvia decidió cortarse de tajo. Las tazas sucias sobre la mesa eran muchas, y la cuenta ascendía, pero entre los dos la solventaron.
Carden era, en una palabra, insoportable, justamente la especialidad de Albert. Él era capaz de obtener lo que quería de cualquier persona, mérito que le otorgó el cargo de presidente del comité de alumnos. Sabía que la amistad a Carden le convenía, y mantenía una relación agradable por ello.
Riddick era todo lo contrario, el polo de un imán que repele a todos sus semejantes por naturaleza. La enorme diferencia entre ellos dos, era que Albert ofrecía amistad corta y benéfica, como un negocio. Riddick, en cambio, ofrecía un lazo imborrable. Los frutos de ello también eran distintos. Uno obtenía placeres, influencias. El otro, la nostalgia de haber entregado un trozo de su vida, y ver pasar el tiempo y la amistad desvanecerse.
Riddick, como muchas otras almas sensibles, eran esclavos de una fantasía, irrepetibles, que no tuvieron cabida dentro de la nueva creación.