I: El Paraíso Se Terminó
—¡Despierta! ¡Tú, flojo, arriba de una vez! —escuchaba detrás de la puerta, una y otra vez. Seguramente llegaría tarde de nuevo. No le importaba, el tiempo estaba medido a la perfección. Después de todo, 2 años seguidos ya lo habían hecho un maestro de las prisas.
Luego de vestirse adecuadamente: pantalón de vestir oscuro, camisa de manga larga gris, y suéter de lana en tono ocre, procedió a acicalarse. Su cabello despeinado completamente, descansando los mechones más largos en su frente, formando un curioso copete que encubría levemente su ojo izquierdo. Una vez listo, salió de su alcoba, silbando plácidamente por el corredor.
Su madre se encontraba en la cocina, y el desayuno estaba ricamente servido. En ese momento cambio su pausado ritmo, acelerándose al extremo. Zampó el alimento con la acostumbrada agilidad, para tomar sus útiles cual bólido y cerrar la puerta principal de golpe, no sin antes decir — ¡Ya me fui, mamá! —, que era el ritual diario. Ella lo miró de reojo, sin descuidar la lectura de un pequeño librillo de pastas rosadas, como es costumbre y habilidad de toda madre. No hizo más que suspirar, y pensar en lo contradictorio que podía ser su hijo.
En el largo camino, pensaba en mil cosas menos en lo que debiera. Las calles de su ciudad natal, Din, eran una invitación a distraerse: lindas casas de todos los colores del espectro y las formas posibles, alineadas perfectamente en cuadrillas divididas por bellos caminos empedrados. Una que otra chimenea sobresalía en los tejados, soltando su evanescente humo al viento con lentitud, indicando que en ese hogar se preparaba un delicioso desayuno. Los transeúntes caminaban a sus sitios de trabajo o a sus deberes con felicidad, saludando a sus conocidos con un formalismo encantador. Era un espectáculo ver la ciudad en aquellos días.
Falcon dejó de observar esos detalles debido a la rutina diaria. Cruzando una esquina, con su sosiego particular alcanzó a ver entre los pasantes una cara conocida. Lo miró con indiferencia a sabiendas de que siempre se cruzaban en esa esquina. Se mofó de la enorme mochila que cargaba a duras penas, y continuaron su tranquilo camino, juntos.
—Veo que no has perdido la costumbre de llegar tarde, Wingen —le dijo a su amigo, que masticaba lentamente un trozo de pan, apenas venía desayunando.
—¡Mira quién habla! El que cuando empezó el año, juró que iba a cambiar —le recriminó Wingen, de apellido Garland. Era un joven de lo más común: cabello corto y oscuro (a la última moda, esa era la regla), ropas flamantes, y esa sonrisa cautivadora que decía a grandes voces ¡Soy todo un galán! Afortunadamente, él no era de esa actitud salvo contadas ocasiones. Tendía más al tipo relajado, que esperaba que el mundo se arreglara solo.
—Vamos Falcon, al menos cumple lo de salir con…
—¡Ni lo pienses! —gritó Falcon, ante la mirada estupefacta de unos transeúntes –jamás podré ni dirigirle la palabra.
—Eres un cobarde, deberías aprender del maestro —Wingen presumía cada que veía la oportunidad.
—Mejor tú deberías de ver la hora —Falcon notó la apertura de las primeras tiendas, era obvio que se habían extralimitado con su tranquilidad.
—¡Corre! ¡No nos van a dejan entrar! —gritó Wingen mientras tomaba impulso.
No tardaron diez minutos en llegar, un par antes de que se cerrara la puerta principal. Ya dentro, recobraron la calma, quedándose mirando la explanada central del instituto donde estudiaban. Era una enorme e imponente plaza, donde se daban cita los seis edificios que conformaban el complejo, enormes como gigantes, pero de un feo color beige que los hacía ver afeminados.
Pero no eran los edificios lo que Falcon miraba. A unos cuantos metros, charlando con un par de desconocidos, se encontraba el motivo de sus desvelos. La linda Marian Von Perr, hija del afamado Johannes Von Perr (dueño de la más grande compañía de la ciudad) y, posiblemente, la última de las chicas recatadas de la época. Tan solo con verla, Falcon entraba en un estado vegetativo. Wingen lo sabía, y no aguantaba el momento de soltar la guasa por ello.
—Haber, ¿Te enseño a cerrar la boca? Te van a entrar moscas.
—… ¿Dijiste algo?
—Nada, que el día está precioso.
—No tienes idea…
— ¿Sabes, Falcon? Eres un idiota.
—Lo sé, Wingen, lo sé…
Antes de sentirse ridículo, Wingen lo sacó de su letargo a empujones, subiéndolo por las escaleras a la fuerza hasta el primer salón del día. Éste se encontraba desierto, para su confusión. Lanzaron sus cosas desde la puerta hasta sus lugares preferidos, para salir al balcón.
No tardó en unírseles otro chico, que se posó al lado de Wingen sin hacer ruido alguno. Era su sigilosa manera de ser, y ya podían sentir su presencia sin mirarlo. Su nombre era Riddick Kyosube. Rostro caucásico, con una mirada clara, ensombrecida por una peculiar y perpetua tristeza. Sus rubios cabellos estaban la mayor parte del tiempo en descontrol, peinados “a su manera”. No tenía un porqué exacto para su condición, a excepción de su amor platónico. Era posiblemente el único que comprendía a Falcon en su incapacidad para hablarle a la mujer de sus sueños. Para impedir ponerse sentimentales, se evitaba el tema en todo lo posible.
—Hola, Riddick ¿cómo has estado? —le preguntó Falcon.
—De ayer a hoy, igual —sonaba agraviante, pero era su manera de dirigirse al mundo, por lo que no se injurió a nadie.
—El mundo es tan divertido cuando Riddick está entre nosotros —Wingen era un sarcasmo errante, otra de sus multifacéticas particularidades.
Así, poco a poco se fue poblando el salón de clases, a sabiendas de que los “queridos” profesores acostumbraban llegar tarde a sus labores, luego de una taza de café y un pan azucarado en la cafetería, para sobrellevar las desveladas diarias. No muchos tomaban en cuenta al trío que miraba por el balcón, y aquellos que lo hacían, no pasaban de saludarlos de lejos. No había un motivo en específico, era así la manera de ser de los jóvenes.
Sin embargo, todavía faltaba un miembro del grupo de Falcon. Llegó al último, todavía con el labio superior manchado de chocolate caliente, y migajas de pan por toda su ropa. ¿Está de más decir lo que Wingen pensó?
—Ya lo sé, otra vez me quedé dormido.
—Eso no es lo que me sorprende, lo que me llama la atención es que te atrevieras a que Pauline te viera así… —Wingen, nunca perdía el tiempo para poner de cabeza a éste, el más nervioso de todos.
— ¡¿Cómo?! —su ya pálida mirada, se puso blanca al límite. Así era Paul Quizthal, el típico prospecto a galán, que contrario a Wingen, no perdía oportunidad de hacer uso de sus encantos, lo cual eran escasamente solicitados en aquel entonces, ¿Por qué? No había un motivo claro para él. Tenía automóvil propio, guapo, rubio, de dentadura perfecta. A pesar de ello, la fórmula del Casanova le seguía huyendo. Era el demonio personal de Wingen tentándolo a hacer tonterías todo el tiempo.
—No le creas a Wingen, Pauline no tiene clase en este edificio —Riddick le dijo.
—Uff, ya me había espantado… ¿Me acompañan a limpiarme?
—Claro, no creo que llegue el profesor todavía —pensó Falcon en voz alta.
Bajó el cuarteto por las escaleras, como era su costumbre, en una formación de dos en dos, caminando como si fuesen los dueños del lugar. No eran presumidos, pero era una manera de divertirse a costa de las miradas curiosas, y la forma de enamorar de Paul.
Ya con su galán amigo limpio, corrieron tras el profesor, que ya subía la escalinata rumbo al salón. En un santiamén, ya todo el grupo estaba en su lugar, incluidos Falcon y compañía. En su alejada esquina sureste del salón podían charlar sin interrupciones del profesorado.
—Buen día jóvenes, comienza el pase de lista —dijo secamente el profesor, antes de comenzar la fatigante rutina – Ambarade, Angel.
—Presente, profesor —se puso de pie la bella Angel, dirigiendo una coqueta sonrisa al profesor, que le respondió con otra, un tanto nervioso por la actitud de su alumna. Rubia platinada, y de un cuerpo hermoso, era conocedora del impacto que causaba.
—Me contaron que anda estrenando novio —dijo Paul en voz baja a Wingen.
—A mi me dijeron que anda estrenando auto, el novio es un accesorio —le respondió este, dejando clara la actitud materialista de la joven. Y lo era, ambiciosa de familia, y con la hueca meta de casarse con un millonario algún día, y abandonar los pesados estudios.
—Silencio, jóvenes. August, Caesar.
—Presente —se escuchó una voz hasta el final del salón. Era un joven alto, moreno, e imponente. No tenía mucho cerebro, pero cuando Caesar se lo proponía, era un autentico dolor de cabeza. Para tormento de Falcon, a él le había gustado su cabello, y desde entonces lo usaba de esa manera. Odioso como pocos, era lógico que estuviera a la cima de la cadena de popularidad escolar, siendo uno de los más cotizados jóvenes, lo cual no agradaba a Paul en lo mínimo.
—Tu clon negro, Falcon —se burló Wingen con un codazo.
Éste no respondió nada, pues la mirada del profesor los fulminaba de cerca. Al no escuchar más ruido, prosiguió.
—Dupree, Chaos.
— ¡Acá estoy! —gritó asustado el susodicho. Era todavía más alto que Caesar, y posiblemente más torpe, pero de un buen corazón. Chaos era el vivo ejemplo de aquellos que anhelan una vida mejor de la que sus padres les pueden ofrecer, pero que no se quejan por lo que tienen. A pesar de ello, era frustrante ver sus desplantes de ambición. Tenía un enorme recelo hacia los que fueron sus amigos una vez, y que lo dejaron por razones poco claras.
— ¿Por qué ya no hablan a su mejor amigo? —le preguntó el chico de enfrente a Falcon, con un enorme dejo de sarcasmo.
—Supongo que no hace falta, Joist, cada uno tiene sus amigos ya —respondió éste, perturbado.
—Evest, Joyst —prosiguió el profesor.
— ¡Presente! —dijo éste chico.
—Ferrance, Shrepp.
—Acá —una mano levantada, pero nadie a la vista.
—Garland, Guztaf.
— ¡Ya le dije que me llamo Wingen! —se levantó desde su lugar, molesto.
—El nombre en la lista es Guztav, y no hay nada que yo pueda hacer para cambiarlo— le respondió el profesor, con la indiferencia de un simple asalariado.
—Pues como quiera ¡Pero mi nombre es Wingen!
Había una vieja historia sobre el repentino cambio en el nombre del joven Garland, pero es algo que decidió dejarse en el pasado, y que, a excepción de los asuntos formales, se dio como un cambio de persona, por completo.
—Icxen, Vivas.
— ¡Presente, profe! —el típico chico relajado, que ni esfuerzo hacía por levantarse. Gran amigo de Falcon y compañía, Vivas era el típico ejemplo de la vida fácil que otorga el dinero, gastando a manos llenas en fiestas y desenfreno. Su cabello oscuro y corto era, sin lugar a dudas, el más sofisticado de todo el instituto. Sin contar sus ropas de diseñador, su auto ultramoderno, y su rostro de galán irresistible. El joven Ixcen fue por mucho tiempo el ejemplo a seguir de Paul.
—Kyosube, Riddick.
—Presente…
— ¡Cuánto ánimo! —se escuchó la voz entre los jóvenes, sin saber quien fue el responsable.
—Maratha, Mayrle.
— ¡Por acá! —levantó la mano una joven en la esquina.
—Nyhil, Orestes.
—Presente —se escuchó una tímida voz al final de una fila. Orestes era el joven infaltable en todo grupo: aquel que jamás habla y siempre sigue la corriente a fin de no exponer su forma de pensar. Su cabello cubría la mayor parte del tiempo su rostro, un enorme símbolo del complejo de inferioridad que siempre tuvo.
—Piadoiy, Shadow.
— ¡¡¡Presente!!! —gritó a vivas voces Shadow, ante el desconcierto del grupo entero. La única heredera de la familia Piadoiy, que si bien no gozaba de una extrema riqueza, gozaban de una finez de alta sociedad. Comúnmente usaba accesorios étnicos en su arreglo personal, consecuencia de que la llamaran "belleza exótica". Tenía también la loca idea de usar el cabello corto para imponer una moda.
—Quizthal, Paul.
—Aquí.
—Reddo, Ferret.
—Qué curioso, Ferret no ha venido en días… —se escuchó gritar a Lizzie, para ser notada.
—Silverseeth, Falcon.
—Presente —dijo él, levantándose asustado. Como usualmente, lo tomaron distraído.
—Sonctum, Araly.
—Presente, señor —dijo una dulce voz, no quedo ni fuerte, el tono exacto para ser notada. Ese etéreo ser de melena dorada y figura agradable a la vista fue conocida por todos, pero tocada por nadie. Su familia la tenía la mayor parte del tiempo obligada a estudiar, lo que la forjó inteligente, ordenada, e innegablemente irresistible.
En ese momento, se escuchó un enorme suspiro, proveniente de la esquina del grupo de Falcon. Todos conocían al responsable, excepto la delicada rubia, que ni al perturbador sonido puso atención. Un joven pequeño y moreno estaba a punto de hablar, cuando fue pronunciado su nombre en la asistencia.
—Spine, Albert.
— ¡Yo, presente! —gritó, para luego proseguir con lo que tenía planeado decir desde un principio —Oye, Riddick, ¿No puedes gemir más quedito? Se escuchó hasta el primer piso —él no respondió nada, presa de la timidez. Ese era Albert, uno de los más antiguos conocidos de Falcon. De piel morena, rasgos finos, y largo cabello (a pesar de que en el instituto se prohibía), optó por pintarse el cabello del mismo tono de Falcon, tal como Caesar, en parte porque le gustaba, en parte porque creía que era una especie de amuleto. Para contrarrestar la vergüenza, insistía en que había sido Falcon quien lo copió. A pesar de su tendencia a traicionar hasta a sus padres, era una persona incondicional por el tiempo que durara, además de que era todo un genio con los números.
—Déjalo en paz, Albert, nunca ha podido lidiar con eso —entró Falcon en su defensa.
—Bien, solo quería prevenirlo.
—Falcon, Albert, hagan el favor de callarse —prosiguió el profesor —. Villard, Lizzie.
—Presente, querido profesor —nunca faltaba la clásica lambiscona, que no perdía oportunidad de “agradar”, si esa era su definición del concepto. Extremadamente común (cabello castaño y largo, delgada, ojos y cara lindos pero sin destacar), Lizzie muchas veces caía en el ridículo con tal de sobresalir. Fuera de esa obsesión física, era sagaz con lo que le interesaba, insistente como pocos, y una líder nata.
—Zöcoyotl, Maytl.
—Presente.
—Bien, a excepción de Ferret, todos estamos presentes, podemos comenzar la clase…
El tedio fue enorme, pero pudieron salir con vida de la horrible clase. Para el receso, Falcon tenía una especie de resaca mental, y una jaqueca tremenda ¿El motivo? Tener que escuchar a sus amigos, al profesor, y todavía hacer un par de tareas que no había realizado el día anterior.
Lo mejor del día, eran los veinte minutos entre clases. Era el momento en que se enfrentaban los dos grados. Ya Paul, Wingen, Riddick, Albert, Falcon, y Vivas los esperaban en la explanada, cuando apareció el otro equipo, con Allan Carter al frente.
El mejor amigo de Albert, tenía la tez de su mismo color, y solía sujetar su cabello con una mascada roja, para no tener la molestia de lidiar con los largos mechones que se había dejado desde un año atrás y para denotar que era el capitán de su equipo. Egocéntrico como pocos, posiblemente le cayera mal hasta al espejo de su casa.
— ¿Listos para otra derrota? —llegó con su habitual saludo.
— ¿De ustedes? Cuando gusten —Albert era el más hábil cuando se trataba de insultos, y el único que solía contestar a su engreído amigo.
El partido dio comienzo, mientras se comenzaba a reunir la concurrencia, en su mayoría, mocerío que solo buscaba algo que ver mientras comían. Aunque jugando, Falcon buscaba con la mirada a aquella hermosa muchacha para tener la inspiración necesaria, y porque no, la esperanza de que algún día lo viera.
Y así pasó ese día. Transitó cerca, acompañada de un sujeto que ya todos conocían. Su nombre era Josh Jyugge, y su único mérito fue haber sido la afortunada pareja de la señorita Von Perr. Obviamente era considerado repugnante por ello, pues la sonrisa que les dirigía cuando pasaba no era precisamente para animar al equipo.
— ¡Paul! ¡Ven aquí inmediatamente! —una voz chillona sacó de concentración a ambos equipos, hasta que el mencionado salía de la explanada, a reunirse con el insoportable cuarteto de chicas. Las típicas “estrellitas” de la escuela. En este caso eran Shadow, Araly y Angel, con Lizzie a la cabeza.
— ¿Qué es lo que quieren? —les preguntó de mala gana, pues se moría de ganas por volver.
—Mira Paul, supimos de buena fuente que andas de nuevo tras Pauline, y queremos que lo confirmes tú mismo —le dijo Shadow, mientras recogía su cabello del viento.
—No tengo porque decirles eso.
—Yo creo que sí, Paulito, porque verás, tú me interesas… —Lizzie nunca tuvo fama de saber esperar, era la líder del grupo, y una persona que rara vez se quedó con un antojo. En aquella ocasión, el rubio era su tentación.
—Y yo creo que no… —dijo él, antes de salir corriendo con sus amigos.
— ¡Vuelve acá! ¡Paul! ¡No corras! —gritó Angel, la menos adaptada al grupo, pero que hacía hasta lo imposible por agradarles.
—Ni lo intenten, es obvio que le dio vergüenza —Araly era la cabeza razonable del equipo.
El resto del día fue tranquilo, feliz. Como eran aquellos días de juventud cuando las preocupaciones no existen, las oportunidades se viven a diario y se disfrutan como ningún otro placer. Así era la vida para Falcon, un disfrute cotidiano que compartía con todos aquellos que se prestaban a ello, y que pensaba que jamás lo olvidarían por ello.
Sin embargo, hasta el paraíso tiene fecha de caducidad. La vorágine de felicidad se vio concluida, y cada quien tuvo que encarar su destino. Los días se convirtieron en meses, y las oportunidades en retos que terminaron por romper los tiernos lazos que la juventud formó. ¿Amistad? ¿Amor? Todo termina en el baúl de los recuerdos.
Falcon se encontraba ahora en su casa, soñando como siempre con aquellos días, huyendo de la burda realidad que llamaban vida los demás. La promesa de concluir sus estudios en un instituto de élite; el abanico de posibilidades del que todos le hablaban le parecían burlas, maneras de decirle que el paraíso se terminó, que su cuerpo envejecía y que pronto el hastío sería su nuevo modo de vida, como el de todos los adultos que conocía, incluida su madre.
Porque hablar de su padre era un golpe en el hígado. El señor Silverseeth se había marchado de su vida desde pequeño, sirviendo en las innumerables guerras que dieron forma a su nación. Era un orgullo para su patria, pero una profunda decepción para Falcon, que bien sabía que, poco antes de enlistarse, había renegado de su propia sangre. ¿Quién era él para juzgarlo? Ya estaría en la gloria de los dioses, mirándolo con su ojo acusador, y lanzándole maldiciones por su comportamiento. Era problema suyo.
La vida era una molestia, y la muerte no era una opción. Para el joven Silverseeth, el camino a recorrer era comportarse como una máquina, obedecer y esconderse. Ganarse el derecho a vivir en la negación.
Así, tal vez, un día moriría con el recuerdo en la mente y viviría eternamente en él.