miércoles, 13 de octubre de 2010

El color del cielo

Hoy un amigo me dio un consejo, el cual pienso seguir fielmente, me dijo que "no porque andes deprimido, debes deprimir al lector". Puede que este blog se trate de opiniones subjetivas y de pensamientos de cualquier tipo, pero no por ello he de esparcir mi veneno por el mundo (ya hablé un poco de ello en otra entrada). Por lo mismo, para no faltar a mi meta de subir una entrada diariamente por un tiempo, tampoco a la vez a aquel sabio consejo, y ya que mi ánimo se encuentra por los suelos, he decidido dejar hoy aquí el cuento con el que ganara el concurso de la semana cultural de mi escuela el año pasado. Es una linda historia sobre la esperanza y una reflexión sobre lo efímero y bello que es vivir. Espero que sea de su agrado.


El Color del Cielo
— ¿Usted cree que lo que está arriba siempre es el cielo? —le preguntó.
El senil hombre miraba con extrañeza a su inusual benefactor. Los pantalones roídos por el uso extenuante, la camisa vencida por el sol, los zapatos descuidados. Posiblemente su situación fuera más precaria que la de él. Pero ahí estaba, extendiendo su mano para compartirle un poco del bocado obtenido, no con poco esfuerzo. A la mirada del anciano, ese hombre no era un alma caritativa, era un mendigo inconsciente de su posición.
Pero su exaltación no terminó en ese momento, sino que, sacando un pan idéntico al regalado, tomó asiento en la fría acera, al lado del pobre hombre, para compartir la humilde cena.
—Señor, ¿Se siente usted bien?— no resistió el viejo la pregunta.
—Por supuesto —respondió éste, obsequiándole una sincera sonrisa —. Vengo llegando de un maravilloso viaje.
—Pero ¿A dónde? —volvió a inquirir el anciano, pretendiendo mantener apartado al incómodo silencio. Sus manos temblorosas acariciaban la pieza de pan recibida, sintiendo que su estomago se la exigía.
—Mire, le contaré una historia, sólo porque siento que necesita escucharla, tanto como yo lo necesite alguna vez —fue la respuesta del hombre, que, aprisionando las piernas entre sus brazos enganchados, comenzó su relato.
»Hace 6 años mi vida era perfecta, tanto que no era capaz de distinguirlo. Estaba felizmente casado con el amor de mi vida, y nuestro cariño se consagró con la llegada de un precioso niño, vivo retrato de mi bella esposa. Una linda casa, relaciones envidiables, no había nada que la vida me hubiera negado en aquel entonces.
»Desgraciadamente, estaba demasiado ocupado forjando la vida que anhelaba desde joven. No tenía un mal trabajo, pero, anhelando la cúspide del triunfo laboral, hacía todo lo que estaba en mis manos para entregar mi vida a ese vano sueño, regalándole al jefe las horas que correspondían a mi familia, y a mí mismo.
»Antes de que fuera capaz de notar mi estupidez, comenzó lo inevitable. Mi hijo enfermó una noche, tan súbita como gravemente. Mi esposa lo cargaba en brazos mientras yo me abría paso con el automóvil en una ciudad en la que cuesta respirar. Cada segundo nos alejaba más de nuestro retoño, yo sentía que el mundo se venía abajo, todos los planes, toda la felicidad a futuro que esperaba al terminar de lograr mis metas. De pronto, todo terminó.
»Entre la desesperación que me produjo ver a mi pequeño dejar de respirar camino al hospital, surgió una tremenda debilidad, la abrumadora sensación de derrota que me hizo cerrar los ojos yendo al volante. Gritos, el derrapar de un vehículo, los vidrios que saltaron, incluso el intenso dolor que me recorrió el cuerpo. Todo me parecía una lejana sensación, un eco que desaparecía ante el peso de saber que fingir no cambiaría nada.
»Para hacer corta la historia, desperté al día siguiente en una camilla de hospital, sólo. Le había dado a mi hijo a su madre para que lo acompañara al otro mundo, y ahora sólo yo quedaba de ese plan de vida perfecto. El sepelio, los días y meses siguientes, todo fue un capítulo que mi mente se resistió a almacenar. El dolor de ver a mis dos razones para vivir entrar bajo tierra me hizo ver lo vacío que estaba, y lo más que estaría a partir de ese momento.
»Comencé a descender en la escalinata que tanto me había esforzado por escalar. El trabajo me parecía un castigo al recuerdo de lo que pude haber hecho, llegando al extremo de renunciar con tal de no volverlo a ver nunca. Los empleos temporales que tuve a partir de entonces no iban a hacerme millonario, solamente a darme lo básico para sobrevivir. La casa y todas las pertenencias de mi familia fueron a parar a la negación, terminando en un remate. Mi vida estaba hundida, pero tuve la convicción de buscar una solución.
»Una de mis primeras ideas fue la religión. Venía de una descendencia devota, pero siempre fui renuente a seguir los actos de rigor que se realizaban cada fin de semana, en parte por estar enfrascado tras un escritorio, en parte por desidioso. La sensación de atravesar las puertas del templo como cuando niño me invadió desde el primer día, y no fui capaz de soportar la combinación del aburrimiento de los sermones con el temor a lo desconocido que se inculca en esos lugares. Predispuesto al fracaso, no llegue a ninguna parte con ello.
»Decepcionado de no haber encontrado una pizca de consuelo, un día aborde al sacerdote al finalizar la celebración. El tipo era bonachón y conocía su profesión magistralmente, pero no supo sacarme de mi negatividad. Pese a eso, me mostró una posibilidad: alejarme.
»El sacerdote me propuso ser misionero en una región cercana, tratar de encontrar la resignación a mis culpas sirviendo a quien no tiene consuelo. Acepté, más que nada, para alejarme de la infinidad de recuerdos que habitaban en la ciudad.
—Supongo que ese es el viaje del que viene llegando –interrumpió el anciano el relato, hablando con la boca llena de pan. Se notaba su aburrimiento, escuchando por mero agradecimiento.
—Así es, hoy hace 2 años que me marché a aquel lejano pueblito, olvidado de Dios y de toda bondad –prosiguió el relato el hombre, sin notar el enfado de su oyente.
»Allá, descubrí que la palabra “básico” tiene un significado mucho más bajo. Para ellos era un lujo tener un techo en donde dormir y un par de comidas al día; los niños jugaban con palos y piedras a imaginar que algún día serán como sus padres, que si bien trabajan día y noche como yo lo hice alguna vez, ellos lo hacen por la necesidad de llegar un bocado a casa, una prenda de ropa para algún hijo, o una manta para soportar los crudos inviernos.
»Vine a caer en aquel lugar durante una de las peores epidemias que los habían azotado. La fuerte temporada de lluvias se había fundido con la poca higiene de sus condiciones de vida, trayendo una inmensa cantidad de mosquitos al lugar, portadores de una fatal enfermedad. Mi tarea era la de llevar la vacuna y aplicarla a aquellos que no eran considerados todavía como “casos perdidos”, como decían en el pueblo a todo que ya estuviera infectado.
»Quiso la suerte que, estando un día imposibilitado para salir a cumplir mi abnegada labor, que dicho sea hacía solo pos pagar su hospitalidad, miraba caer la lluvia entre los techos de lámina oxidada. Nadie se atrevía a salir en esas condiciones, por lo que me sorprendió ver a un pequeño de unos 8 años, brincando entre los charcos felizmente. Mi duda pudo más que mi miedo, y salí a su encuentro. Me miró y detuvo su juego, esperando que fuera el primero en hablar.
—Hola –salude en tono tierno.
— Hola... –me respondió indiferente, molesto por haber sido interrumpido.
— ¿Puedo preguntarte que haces afuera? Es peligroso –le dije.
—Lo sé, pero me dijo mi mamá que yo ya soy un caso perdido, y que ya no me tengo que cuidar –dijo él con la naturalidad de su tierna edad.
»Sus palabras me quebraron la voz, y ya no pude responder más. Ese pequeño, de marcados rasgos étnicos, jugaba disfrutando los que iban a ser sus últimos días de vida, sin pensar en lo que pudiera pasar. No pude creer cómo un niño tan pequeño descubrió algo que yo entendí ya muy tarde.
»Desde ese día, me dediqué a cuidar a ese pequeñito, jugando con él y, secretamente, tratando de encontrar una cura a su enfermedad. A él parecía no importarle nada más que aprender, haciéndome preguntas en cuanto podía sobre cualquier suceso que no lograba entender. Yo trataba de responderle, dándome cuenta lo mucho que aprendía yo de él.
— ¿Tú sabes por qué el cielo es azul? –me dijo una de las veces.
—No, no lo sé, una vez me lo explicaron, pero no lo entendí –preferí mentirle a contarle el parloteo científico sobre ello —. ¿Por qué?
—Es porque la tierra en el cielo es azul –me respondió muy convencido.
—Y el cielo ¿De qué color es allá? –jugué con él.
—No sé, pero algún día lo descubriré –me respondió, sonriente.
»Otra de las veces me dio una valiosa lección. Su madre había caído víctima de una fuerte fiebre, producto de los síntomas de la peligrosa enfermedad. Mientras un médico la atendía, yo cuidé a mi pequeño pupilo, tratando de disfrazar lo que estaba pasando.
— ¿Qué tiene Mamá? –me preguntó con los ojos vidriosos –Mis hermanos dicen que yo la enfermé...
—No tiene nada –volví a mentirle –solamente le hizo daño mojarse con la lluvia.
»Mi mentira lo tranquilizó por un par de días, pues al poco tiempo la señora falleció. Durante la pequeña celebración que se organizó al momento de su entierro, el pequeño estuvo conmigo en vez de acompañar a su familia, tomando mi mano con una timidez indescriptiblemente tierna. Al terminar de caer el último puño de tierra sobre el cuerpo de su madre, él se soltó llorando en mi regazo.
—No fue tu culpa –le susurré al oído mientras lo abrazaba —.Tú sabes que no fue tu culpa.
»Los días pasaron y él se fue tranquilizando, en la misma medida que su enfermedad avanzaba. Luego de la muerte de su madre, pasó a vivir en la choza que me habían asignado, a mi lado. Sin embargo, perdí toda esperanza de salvarlo cuando tuvo que ser encamado en el improvisado hospital del pueblo, sufriendo de las mismas fiebres que habían tomado a su madre, pero ni así tuve el valor de darle la espalda. Fiel a mis pensamientos, estuve día y noche a un lado de su cama.
—Yo sé porque mi mamá se tuvo que ir –me dijo un día, con la vocecita débil y pausada que tenía.
— ¿Por qué? –fue lo único que alcancé a decir.
—Iba a preparar todo para cuando yo me fuera...— musitó con una sonrisa.
»Su valor quebró por fin mi careta de hombre, y me solté llorando como un niño ante su lecho. Él se acurrucó sobre mi cuerpo arrodillado, y se quedó plácidamente dormido. Ver la ternura en su rostro, el apagado rubor en sus mejillas, me hizo entender lo hermoso que es vivir.
»Nunca volvió a despertar, pero no le lloré más que esa noche. Su cuerpecito fue sepultado a un lado de su madre, como él dijo que quería estar, y yo tomé mis cosas y regresé a la ciudad. No fue por huir de su recuerdo, sino para reencontrarme con los míos.
—Toda mi vida se reduce ahora al querer saber una sola cosa –dijo mientras se ponía de pie.
— ¿Y qué cosa es? –preguntó el anciano, que parecía haberse contagiado del ánimo del relato.
— ¿De qué color es el cielo allá arriba?–respondió él con ingenuidad, antes de ofrecer su mano en señal de amistad, y comenzar a caminar hasta perderse en el horizonte.
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Ahora, bien, ¿De qué color es el cielo?
Hasta la próxima, con más ganas.