sábado, 13 de noviembre de 2010

Nostalgia Cap. 4

IV: Se Alza El Sol
En la eterna noche vivía, con un manto de estrellas cercanas como testigos. Fue el camino al que la vida lo guió, y nadie estaba para escuchar cuanto lo odiaba. Los días de acción habían pasado, dejando un eterno tedio, alimentado por las ganas de abandonarlo todo y hacer un intento por ser libre.
No daba ya siquiera rondas de vigilancia, pues todo debía de estar tal y como lo dejó la última vez. Caminaba para estirar sus cansados músculos, para salir de la rutina de la silla, albergando la esperanza de una sorpresa.
A eso se había reducido la vida de Fox. Él, uno de los más famosos doctores del planeta Silente, ganador de múltiples premios por variados méritos a la vez. Él, una de las piezas clave en la aniquilación del grupo de los Iluminados, reducido a un velador. Era como él mismo veía la situación.
El mencionado planeta, Silente, era uno de los pocos que gozaba de una atmósfera idéntica a la de la tierra, y cuya creación fue igual. Humanos habían declarado suyo el lugar, y gracias a ellos los terrícolas disfrutaron de grandes avances tecnológicos cuando los Silentes descubrieron la tierra y se forjaron grandes lazos de amistad y negociación. El más importante fue precisamente la nave espacial factible, que consumía menos combustible que las inventadas por los humanos terrestres, aparte de alcanzar mayores velocidades.
El equipo Halcón Azul había estado inactivo desde la desaparición del grupo Iluminado, ofreciéndose Fox gratamente a continuar con la tradición del escuadrón, luego de qué todos sus miembros volvieran a su planeta natal: la tierra. Ellos eran solo unos jovencitos, faltándoles todavía mucho para poder llevar la carga que el escuadrón significaba. Pero Fox estaba preparado, y ser heredero a tan honorable cargo fue una oferta que no pudo rechazar.
Desgraciadamente no hubo otro trabajo para el escuadrón. La paz comenzó a reinar tan aburridamente, que ya nada de lo que contenía la base Azul hacía falta. El enorme recinto era gobernado por un silencio sepulcral y por recuerdos de su único habitante.
En años, sólo había hablado con el sujeto que se encargaba de proporcionarle suministros, una vez cada seis meses. Eran tan esporádicas sus charlas, que al final Fox optó por dejarle notas, fingiendo que no estaba, y que dejara las cajas en la entrada. No fue porque no le agradara el sujeto, simplemente no era el tipo de compañía que anhelaba.
A ciencia cierta, ni él sabía lo que deseaba. Sus decisiones siempre fueron premiadas en su planeta natal, pero ahí no tenían mayor relevancia. Hasta tener al universo como vecino se estaba tornando aburrido.
—Si sigo pensando así, me voy a volver loco —decía en voz alta. Sus palabras resonaban en todo el lugar, contando entre los ecos historias fantásticas, que combinaban el pasado con ideas extrañas, teorías propias, y “si hubiera's” para hacer más interesantes esas historias. Los finales tristes se hacían felices, antes de que se perdiera entre ideas de universos paralelos y pensamientos sobre cómo solucionar problemas en Silente cuando se decidiera a dejarlo todo y regresar.
Ahí se encontraba el hilo de su reciente desespero. Desde que esa idea cruzó por su mente, no pudo abandonarla al olvido. Era tan tentador volver, encontrar todo aquello que dejó atrás, reconciliarse con la historia verdadera y comenzar a vivir de nuevo. Lógicamente, vigilar una bodega polvosa por el resto de la eternidad no lo era.
Sin embargo, conservaba el miedo de que, en cuanto se ausentara, algo o alguien entrara en el lugar, dando un mal uso a los tesoros del escuadrón. En manos inadecuadas, esas armas podrían ser el motivo de una guerra. Sinceramente, él ya dudaba que todavía funcionaran.
Ya muchas semanas llevaba con el pensamiento de volver. Se encontraba haciendo un sistema de seguridad hermético, para convencerse de que así nadie entraría, e irse por fin. No era confiable en un ciento por ciento, pero era una manera de sentirse seguro.
—Pronto, Fox, muy pronto… —gritaba, para que el eco lo alentara a seguir. El sistema estaba ya casi listo, pero ocurrió un pequeño problema que le hizo dudar del plan que ya tenía.
Ruidos se escucharon en uno de los confines del lugar, por lo que tomó su confiable pistola (un modelo pequeño pero poderoso), y se puso en marcha, con una extraña felicidad en su interior.
Pronto dio con el origen. Era un cuarteto de hombres, todos armados, que discutían sobre el origen del armamento que acababan de encontrar. Uno de ellos delató su calaña: eran vendedores de artículos robados. No era casualidad que hubiesen encontrado la base, ni tampoco que llevaran armas.
Tomando aire, se lanzó contra ellos. Los disparos no se hicieron esperar, ni tampoco la satisfacción de Fox, que sentía que estaba recibiendo un regalo.
No tardó mucho. Ya en unos minutos se encontraba en la sala principal, con cuatro hombres amarrados, mirando al espacio desde su silla de control. Pensaba en soltarlos y luego perseguirlos de nuevo cual ratas, pero era más importante juzgar el sistema de seguridad. Como no detectó a los intrusos, había fallado la prueba, así que no podría cumplir su sueño de irse.
Volteó a ver a sus presas, que con miedo le imploraban que no eran culpables, que otro hombre les había contratado. No le importó, algo tendría que hacer con ellos y no iba a ser liberarlos. Tal vez le pareció cruel, pero tuvo un plan.
Los soltó de sus ataduras, pero cuando estaban huyendo, con un certero tiro vació el tanque de combustible de su nave, por lo que los bandidos se quedaron atrapados en el satélite donde estaba montada la base. Ahí vagarían por un buen rato, hasta que se le ocurriera algo para mejorar el sistema.
La materia prima se agotaba, incluyendo su paciencia. Esos mediocres ataques espontáneos eran la única emoción. Finalmente, lanzando al suelo el control de seguridad, encontró la decisión que tanto había deseado.
Esa eterna noche estaba mermando la brillante mente, las ideas se le habían agotado irremediablemente; obsesionado con volver al sitio que lo vio nacer, no vio la posibilidad de tomarse un receso en pos de recuperar la cordura. Sería el destino, pero ver al cuarteto de bribones tratar de huir, le dio una solución ideal a su problema.
La base estaba muy alejada de su planeta natal, pero muy cerca de otro, del que provenían todos los demás miembros del escuadrón. No tenía porque alejarse mucho, sólo era cuestión de darse unas pequeñas “vacaciones”, y luego volver a su puesto. Le encantó, volvería a ver a sus amigos, y el cielo sobre él sería azul otra vez.
Tomando el control de una de las naves empolvadas, fijó el rumbo al sistema solar, cuando recordó a los criminales. Los encontró cerca, planeando tomar la base. No tardó mucho en volverlos a empaquetar, para subirlos luego a la nave, y emprender la travesía.
Los dejó en el primer planeta con atmósfera que vio. Estaba inmensamente feliz, lleno de imágenes de reencuentros y gratas compañías, incluso de un amor inconcluso. No había pensado en él desde hacía mucho tiempo por tratarse de un imposible, pero ahora lo veía con ilusión.
—Angel… que habrá sido de ti… —pensó. Esa silueta borrosa, que los días acabaron por difuminar, comenzaba a esforzarse por volver. El amor no era la prioridad de un doctor de su categoría. Él, un apasionado empedernido, no podía evitar pensar en un futuro utópico donde la felicidad fuera plena en todos los aspectos, no solo en el triunfo sobre la investigación y los descubrimientos.
Mientras conducía esperanzado, pensó en que habría reclamos por su abandono, así que decidió ocultar su identidad. Un botón oprimido, y le fue dado aquello que le serviría de rostro.
Vio al astro rey alzarse a lo lejos, recibiéndolo con candor. Ese espectáculo del que pocos podían ser parte, era hoy solo para él. Aún ahí, en la eterna oscuridad del universo, puede una chispa dar luz. Puede haber un nuevo amanecer para el desesperado.
—Para todos se alza el sol —dijo Fox, confiado —incluso para mí.